Por Rafael García Pérez
Por Julio Talledo. 31 agosto, 2012.La celebración del bicentenario de los inicios de las independencias americanas debería traducirse en el esfuerzo por parte de los historiadores de comprender el primer constitucionalismo latinoamericano desde el punto de vista de los principales actores que tomaron parte en aquella magna empresa. No se trata ya principalmente de estudiar las “influencias” que otros modelos constitucionales como el norteamericano o el francés ejercieron sobre las nacientes repúblicas del extinto imperio español, cuanto de analizar lo que para muchos constituye ya una realidad histórica indiscutible, esto es, la formación en las primeras décadas del siglo XIX de un modelo constitucional hispanoamericano, similar en algunos aspectos, pero diferente en tantos otros, a los construidos por sus vecinos franceses y norteamericanos.
Este nuevo paradigma interpretativo, que asume como postulados teóricos los lugares comunes de la hermenéutica moderna, ha permitido arrojar luz sobre una de las características de este modelo constitucional “hispano”: el lugar central ocupado por la religión católica. Esta fue empleada no solo para legitimar el movimiento de independencia, como ponen de manifiesto las obras de Juan de Egaña, Juan Germán Roscio o Fray Servando Teresa de Mier, por citar algunos ejemplos. Además, se convirtió en uno de los pilares básicos de las nuevas repúblicas, nacidas -como rezan las primeras constituciones-, con el objetivo de proteger y defender la religión católica, apostólica y romana.
Los relatos de instalación de los diferentes Congresos constituyentes, de los juramentos de las respectivas constituciones o de los procedimientos electorales ponen en evidencia la existencia de un orden católico previo sobre el que operó el primer constitucionalismo hispanoamericano. En la inmensa mayoría de los países se siguieron pautas similares a las observadas en las Cortes de Cádiz en 1812, pero no porque lo acontecido en la península sirviera como modelo, sino porque los territorios que durante tres siglos integraron la monarquía española participaban de una misma cultura política.
Conviene no olvidar que algunos congresos, como el de Cundinamarca o del Caracas se constituyeron con anterioridad al gaditano. En Caracas, por citar solo un ejemplo, los representantes de las provincias se dirigieron a la Iglesia catedral para prestar juramento. En el interior del templo se encontraban reunidos todos los cuerpos civiles, militares y literarios. El Prelado celebró la misa. Tras el Evangelio el canciller procedió a leer la fórmula del juramento. En esta se incluía la obligación de “mantener pura e ilésa, é inviolable nuestra Sagrada Religion, y defender el Misterio de la Concepción inmaculada de la Virgen Nuestra Señora”. Concluidos los juramentos -según narra la Gaceta- el prelado entonó el Veni Creator y terminó la Misa, a la que siguió el canto del Te Deum. A continuación una diputación del cabildo catedralicio se acercó al presidente del Congreso y le dio agua bendita.
En este nuevo contexto político, tan católico como el de la monarquía absoluta que se abandonaba, con un actor como la Iglesia dotado de un indiscutible protagonismo en el espacio público institucional, no era pensable la formación de un poder político con vocación totalizante. No era posible el nacimiento de un Leviatán, como el alumbrado por la Revolución Francesa. También desde esta perspectiva, la religión católica condicionó la formación de los nuevos Estados, limitando su poder.
No pretendo afirmar que la presencia de dos instituciones públicas sobre un mismo territorio fuera pacífica. Lo que deseo destacar es que el estudio del primer constitucionalismo latinoamericano debe ser realizado desde el contexto histórico y desde las categorías culturales de sus protagonistas. Solo así estaremos en condiciones de aprender de sus logros y de sus errores, que –como en cualquier época histórica– hubo de todo en aquellos momentos fundacionales.
Instituto de Cultura y Sociedad
Facultad de Derecho. Universidad de Navarra
Artículo publicado en El Tiempo, viernes 25 de agosto de 2012